El Salvador, es un país que cada vez más está en el ojo de analistas y medios de comunicación por diversos aspectos, uno de ellos, su presidente, Nayib Bukele, quien desde que llegó al poder ejecutivo del país centroamericano no ha dejado de causar revuelo, ya sea por su selfie en la Asamblea General de las Naciones Unidas, por sus tuits dando órdenes a su gabinete, o por su controvertido Plan Territorial.
Este último elemento, lo llevó a tener una seria disputa con el poder legislativo, a tal grado que, el 9 de febrero de 2020, agentes de la Policía Nacional Civil y de las Fuerzas Armadas de El Salvador (FAES), irrumpieron en el recinto legislativo para presionar a sus integrantes a aprobar un préstamo millonario para la tercera fase del Plan Control Territorial.
Las declaraciones del Ministro de Defensa en las que refiere que la lealtad de las FAES, está con el pueblo salvadoreño y que por ello respaldan y apoyan las decisiones del presidente, son sólo la fachada de un régimen que se legitima a través de una figura y no de procesos democráticos consolidados y transparentes. Y en el que, la institución armada, ha sido una aliada fundamental para el poder ejecutivo para mantener el status quo.
Estas acciones, no deberían parecer extrañas en un país que, después de los Acuerdos de Paz que pusieron fin al conflicto armado interno (1981-1992), no logró consolidar la desmilitarización de sus funciones de seguridad y no logró profesionalizar, como refiere Huntington, al aparato militar para que este estuviera subordinado al poder civil y limitado en sus funciones dentro del Estado.
La élite militar, ha sido y parece seguir siendo, no sólo un instrumento básico para el poder ejecutivo con la finalidad de conservar su poder y, además, con la finalidad de implementar medidas de mano dura que son populares entre la población, pero que son poco o nada efectivas para reducir y prevenir la violencia y que permiten que unos cuantos, sigan manteniendo sus privilegios respecto de la población en general.
Las imágenes de lo que ocurrió el 9 de febrero, son un reflejo de que las medidas militarizadas para atender problemas del Estado, como la seguridad, son una puerta grande para que los militares asuman poder político e intervengan en asuntos que van más allá de los asuntos de defensa, es decir, para el militarismo.
El Salvador es una muestra más de que el militarismo en América Latina está de vuelta y con más fuerza, renovado y adaptado a la coyuntura regional y justificado por millones de personas que ven, en las instituciones armadas, la única solución a sus problemas cotidianos.
En el pasado, historias como esta nos han demostrado que el militarismo solo conlleva violaciones graves a derechos humanos como torturas, desapariciones forzadas y limitaciones en la libertad de las personas. El falso dilema entre la libertad y la seguridad, sigue presente y condicionando todos los esfuerzos por contar con seguridad ciudadana, democracia y vivir en una región en la que se protejan y respeten los derechos de todas las personas.
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